César Manrique

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Lanzarote y César Manrique son inseparables, una sinfonía de arte y naturaleza que se entrelaza en cada rincón de la isla. La esencia de Manrique se manifiesta en la forma en que ha moldeado el paisaje, convirtiendo a Lanzarote en un lienzo donde la creatividad y la belleza natural coexisten en perfecta armonía. Cada viajero que pisa esta tierra volcánica no puede evitar sentir la profunda huella que ha dejado el artista, quien soñó con un lugar donde el hombre y el entorno se funden en un diálogo constante. Su legado, impregnado de una visión única sobre la interacción entre el arte y la naturaleza, se refleja en las obras que adornan la isla, invitando a todos a contemplar la magnificencia de su entorno.

Nacido el 24 de abril de 1919 en Arrecife, César Manrique llegó al mundo como el primogénito de Francisca y Gumersindo, en una familia de clase media que disfrutaba de una vida sin grandes preocupaciones económicas. Su llegada fue precedida por la de su hermana gemela Amparo, y junto a ellos crecieron otros dos hermanos. La infancia de César estuvo marcada por la compra de un solar en Caleta de Famara por parte de su padre en 1934, donde construyeron una casa que se convertiría en el refugio de sus recuerdos más preciados. Manrique evocaba con nostalgia los veranos pasados en la playa de Famara, donde la belleza del paisaje, con sus imponentes riscos y su arena dorada, quedó grabada en su memoria como un tesoro inigualable.

La experiencia de César en la Guerra Civil española, donde se alistó como voluntario del bando franquista, dejó una huella imborrable en su ser, una etapa que prefirió mantener en el silencio. Al finalizar el conflicto en el verano de 1939, regresó a su hogar en Arrecife, aún vestido con el uniforme militar que simbolizaba un pasado doloroso. Tras un emotivo reencuentro con su familia, subió a la azotea de su casa, donde, en un acto de liberación y rabia, despojó su cuerpo de la vestimenta que representaba su sufrimiento, la roció con petróleo y la consumió en llamas, marcando así un nuevo comienzo en su vida.

Tras la conclusión de la Guerra Civil, el artista se inscribió en la Universidad de La Laguna con la intención de estudiar Arquitectura Técnica, aunque abandonó esta carrera a los dos años. En 1945, se trasladó a Madrid para ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, culminando su formación como profesor de arte y pintura. En el otoño de 1964, siguiendo el consejo de su primo, el Dr. Manuel Manrique, un destacado psicólogo y escritor en Nueva York, se mudó a esta vibrante ciudad, donde residió hasta el verano de 1966.

Gracias a la generosa beca del Institute of International Education, patrocinada por Nelson Rockefeller, pudo alquilar su propio estudio y comenzó a crear una vasta obra que fue exhibida con gran éxito en la renombrada Galería Catherine Viviano de Nueva York. Durante su estancia en la ciudad, escribió a su amigo Pepe Dámaso expresando su profunda nostalgia por la autenticidad de las cosas, la pureza de las personas, la desnudez de su paisaje y la compañía de sus amigos, sintiendo una imperiosa necesidad de regresar a la tierra que lo vio nacer, Lanzarote.

Al regresar de Estados Unidos, se propuso transformar su isla natal en uno de los lugares más bellos del mundo, aprovechando las infinitas posibilidades que ofrecía. Inició una campaña para concienciar a los habitantes de Lanzarote sobre la importancia de preservar el estilo arquitectónico tradicional, instándoles a no demoler casas en mal estado para construir garajes o ampliaciones con materiales como el aluminio en lugar de la madera. Además, logró convencer al Gobierno de la Isla para eliminar las vallas publicitarias que alteraban el paisaje y las carreteras.

Hoy en día, es inconcebible imaginar Lanzarote tal como la conocemos sin la influencia de César Manrique, quien se destacó como pintor, escultor, arquitecto y ecologista, dejando una huella indeleble en la isla.